lunes, 14 de septiembre de 2009

PURO CUENTO


Soy de hábitos nocturnos y tengo pretensiones de escritor, por lo que
en las noches sin inclemencias acostumbro salir a caminar meditando
lo que he escrito durante el día.
Por momentos suelo detenerme tratando de darle vida a las escenas
y corrijo mentalmente lo que me parece defectuoso o redundante
por hallarse implícito en la historia.Me preocupo también por el
suspenso que pueda crear en el lector.

En eso estaba una noche primaveral, iluminada desde un cielo
deslucido por el brillo pálido y débil de una luna incierta.
De pronto, durante un instante quedé inmóvil, como una
estatua pétrea.
La sangre pareció acumularse bajo mi piel y en torno a mis ojos.
El personaje principal de mi cuento se encontraba muerto en la acera.
Fue un momento tan emocionante como aterrador.
El cadáver se hallaba en posición supina. Tenía el rostro vuelto hacia
el cielo y los brazos muy extendidos, como para una crucifixión.
Sus ojos, exageradamente abiertos, miraban fijo hacia arriba.
El cuerpo desnudo se veía envuelto por hilos de sangre, que aún
tibia seguía fluyendo a borbotones de múltiples heridas causadas
con un objeto contundente, encharcando las baldosas colindantes.
Me llamó la atención que junto al pubis le habían pintado con
aerosol una calavera fumando un porro y que la misma estaba
adornada con una larga melena de mujer.
El protagonista parecía haber elegido aquel momento y lugar
con el fin de obtener un efecto teatral.
Yo permanecí allí asombrado, inconmovible, como un actor
sosteniendo una escena hasta que bajara el telón.

Lo que sucedió entonces tuvo la velocidad de un relámpago,
y fue para mí el preámbulo de una verdadera tragedia.
Me enceguecieron las luces de un patrullero y enseguida
quedé rodeado por cuatro policías.
A uno de los uniformados, lo reconocí como al oficial
Oscar Valdez de mi cuento.
Él ejercía el mando y era astuto como un zorro. Sus ojos
impresionaban como dos canicas oscuras muy móviles que
daban a su rostro un rasgo diabólico.
Los restantes tres agentes en mi ficción eran: Luís Alberto Yelpo
un hombre querido por todos sus compañeros, que lo consideraban
un niño grande.
Se pasaba todo el año acatarrado, por lo que tenía la cara colorada
y los ojos llorosos como los de un borracho; aunque era un policía
muy sobrio.
Otro, magro como un perdiguero, cuyo rostro de desvaída amarillees
era descarnado hasta la extenuación, mostraba una nariz aguileña,
y el cuello tan ajado que apenas parecía pertenecer a una criatura
humana, se correspondía con el personaje —policía novato y lleno
de hijos— que en mi historia era Alfredo Enrique Maciel.
El último,de cabeza grotesca e inolvidable,de cabellos rojizos,piel
descolorida y correosa, fuerte como un oso era: Julio Andrés Merlo.
Todo él olía como si hubiera hecho un trío con Lassie y Rin-Tin-Tin,
poseyendo una monstruosa sonrisa de comemierda.
En la jerga policial tenía el mote de: "el bull terrier"
Lo que me resultaba extraño es que ellos se llamaban entre si con
otros nombres diferentes, que no me sonaban conocidos.
Eso me preocupaba y sentía temor por lo que podía llegar
a sucederme.

—¿Quién es usted? —preguntaron casi al unísono.
—Hipogloso Hablador es mi nombre
— ¿Fue testigo del crimen o simplemente descubrió el cadáver?
—Ni una cosa ni la otra. En realidad yo soy el culpable de
esta historia.
—¿Entonces se declara como el autor del asesinato?
—No soy el asesino —dije con énfasis, lo que pareció
agregar fuerza a la enormidad de mi negación.
El destino de este ser es obra de mis pensamientos.
Yo pergeñé la trama y su narración ha sido escrita por mi mano.
—Déjese de joder —me dijo el oficial mirándome con ojos
iracundos
—Nos quiere tomar por pelotudos o es un loco de mierda.

Mientras venían las unidades de investigación que fueron
convocadas inmediatamente a la escena, ellos peinaron la
zona en busca de testigos al acecho. No encontraron ninguno.
Incluso Oscar Valdez mandó a sus subalternos a golpear en
las puertas de las casas cercanas, para consultar si algún
ocupante había observado u oído algo.
La verdad es que los policías siempre meten la nariz en todo,
y tienen narices de oso hormiguero.
Pero nada consiguieron. En efecto, todos los vecinos habían
estado ocupados en una cosa u otra, al tiempo que el asesino
se deslizaba silenciosamente frente a sus puertas y
desaparecía luego de la misma manera.

—¿Quien era la víctima? —se preguntaban. Hasta ese

momento podía llamársele: "un don nadie asesinado"
Entonces uno de los poli se arremangó y hurgando en los
bolsillos del pantalón del muerto, que se hallaba tirado
al costado del cuerpo, y sacó la billetera diciendo:
—¡Aquí está! Permiso de conducir de Montevideo a nombre
de Cándido Amador.
—No, —protesté— él es el personaje Armando Jesús Ventura
de mi cuento.
—Cállese. El occiso está ya identificado —dijo el oficial
de muy mal modo.
—Pensé que faltaba aún conocer cómo había sucedido y

quién era el asesino
Habría que ocuparse además de: ¿el para qué? Y también
del ¿con qué? Ya que el arma homicida no había sido hallada
en las proximidades.

El oficial ordenó que me pusieran las esposas y me observaran
con detención de arriba abajo en busca de vestigios de sangre,
ya que según dijo: —Ella habla, aunque es muda.
Habla contra el criminal si éste presenta manchas.
Para ese entonces ya habían llegado toda una caterva de
funcionarios policiales: los fotógrafos, el forense con sus
colaboradores, y un equipo de técnicos en huellas como

para empolvar la ciudad.

De nuevo Valdez me atacó, ahora con un sarcasmo malévolo.
Acercándose implacable —como un perro que persigue a un
vehículo— me increpó enfurecido para que sin tapujos
reconociera mi culpabilidad.
Le reiteré que era inocente, pues en la vida real yo no
había matado a nadie.
El policía al tiempo que me soltaba numerosos "hijo de puta"
me decía: —Hay claros indicios de que usted aquí se graduó
de asesino y no me venga con estupideces increíbles si no
quiere que le haga morder el polvo de tal forma que lo
pasaría muy mal.
¿Qué pretendía con este crimen?
—Aquel necio rústico comenzaba a exasperarme, haciendo
bullir mi sangre.
—¡Yo no soy un asesino en serio!
Con seguridad ustedes debido al relato de mi cuento parten
de la premisa que donde hay humo suele haber fuego.
También es cierto que buena parte del trabajo policial se
basa en el instinto y las corazonadas.
Pero en este caso hay un error de buena fe de ustedes, que
no está sustentado ni por un ápice de prueba —afirmé.
—¡Váyase al cuerno, Hipogloso! —me dijo— y recibí entonces
dos rodillazos en los huevos, y me hizo subir prepotentemente
al asiento trasero del coche patrullero trastabillando y
agarrándome las pelotas.
Ello aumentó mi ira contra aquella bruta criatura de mi creación.
A partir de aquel momento, tuve la certeza de que el propio
Lucifer estaba entronizado en ese personaje.
Pero yo sospechaba que esto era solo el principio; más,
mucho más debía estar por venir. Mientras el ritmo de mi
respiración se disparaba, —como un personaje de dibujos animados
que cuelga del borde de un risco— me mantenía en gran suspenso
temeroso de lo que pudiese ocurrirme.


Al muerto lo llevaron a la morgue y a mí esa noche me encerraron
en un calabozo de la comisaría, detenido bajo el cargo de
sospechoso de homicidio.
A través del mezquino ventanuco enrejado de la celda, podía ver
la luna entrando y saliendo de las nubes con la regularidad de
un letrero luminoso.
En la vida —pensé— el péndulo oscila así, ya en la luz, ya de
nuevo en la sombra.
Al otro día con una jaqueca monstruosa me condujeron
al Departamento de Investigaciones.
—"el francés", es muy bueno haciendo perfiles de crímenes
y de homicidas, él va a llegar a la verdad y así sabremos
finalmente si sos culpable o inocente, me señalaron.
—¿Qué mierda me estaban diciendo? Yo sabía, por mi cuento,
que allí el protagonista iba a ser el detective Gastón Justo Clever,

alias "el listín" y que me interrogaría exhaustivamente.
Una vez en el edificio fui a la oficina del detective atravesando
un corredor largo y estrecho, siguiendo el olor de carne sin lavar
del agente "bull terrier" que me custodiaba.
Para colmo de males, este hizo un gesto cómico con la mano y se
tiró un pedo, inundando con una andanada de pestilencia el lugar.

El listín era un hombre de unos cuarenta y pocos años, alto,

de cabellos cortos, tez clara, y un rostro pálido y resuelto.
Aunque era delgado sus hombros podían haber sido los de
un forjador, y sus rasgos tenían la benigna severidad de un
sacerdote, lo que concordaba con su forma de ser ecuánime.
Poseía unos penetrantes ojos castaños sumamente vivaces que
se movían por todo el despacho y terminaban posándose siempre

en los míos.
Experto en crímenes sus técnicas de interrogación eran muy
hábiles y persuasivas.
Tenía fama de que no se resignaba a dejar ningún caso sin resolver.
Siguiendo un plan de acción preconcebido para hacerme perder
la serenidad durante el interrogatorio, el investigador hizo
transcurrir todo en cámara lenta.

Primero con mucha parsimonia se limpió la cera de los oídos con
un clip, y estirando la palma de su mano derecha estrechó la mía
presentándose: —Detective Jean Dupré.
Se la estreché a regañadientes, pensando: —No me embromes
vos sos Gastón Justo Clever, pero lo dejé creer que me engañaba.

Después me miró con cierto desdén desde lo alto de su nariz,
y eligiendo los vocablos me dijo ceñudamente, aunque en un
tono amable y conciliador:

—Siéntese por favor señor, y hablemos claro para ahorrarnos
tiempo y palabras.
—Es lo que he intentado hacer antes con sus colegas, pero ellos
han creído que les tomaba el pelo o que estaba rematadamente loco.
Créame todo este asunto es una farsa de mi imaginación.
—Pero amigo Hipogloso. Usted debe saber que el espacio que
separa la locura de lo genial es tan escueto como el que aparta
los dos bordes de una herida.

Atónito me tomé unos segundos antes de responder para
aclararme la garganta y le hablé, tragándome la rabia, con voz

tranquila y controlada para no aparentar nerviosismo.
—Señor yo no soy genial, pero tampoco soy un desequilibrado.
Escribo con el deseo de ganarme la vida.
Este homicidio es la base de un cuento que aún no he terminado
por lo que no ha salido de la oscuridad, son solo borrones.

Fui detenido en el momento en que mentalmente lo estaba
corrigiendo, para luego ponerlo en limpio; y usted mismo es
un mero invento de mi narración.
—De manera que usted está escribiendo un cuento policial
interesante, donde me ha hecho el honor de crearme como
personaje…
Asentí asustado, como un perro con el rabo entre las piernas.
—A ver, Hipogloso, vayamos paso a paso, reláteme con
claridad como sigue la historia.

Mientras el sudor chorreaba mi rostro y mi pulso corría con una
inusitada aceleración, con la voz frágil de un niño que pregunta
cuál será su castigo, le conté el resto de mi ficción, con el final

todavía trunco.
—Está haciendo usted un cuento muy atrayente mi amigo, dijo
sin el menor atisbo de humor.
Pero debo informarle que el asesinato ha sido real, y sus detalles
varían tanto de su narración incongruente como los tonos
amarillos en un paisaje primaveral.
Leyendo el expediente del homicidio me dijo con voz fría
y mesurada:—La víctima es el señor Cándido Amador.
Él se había declarado homosexual orgulloso a mediados de
los años noventa.
Era un sujeto que siempre acompañado por algún individuo
de moralidad dudosa recorría los garitos de sábanas calientes.
Chuleaba además a ocho putas transexuales y lo hacía con
total impunidad.
El Dr. Pereira Borges encargado de realizar su autopsia, detectó
en su orificio anal, Nitrito de amilo, popularmente llamado
popper, que es usado por los sodomitas para dilatar el esfínter.

En mis casi veinte años de detective, junto con mi equipo, he
investigado y resuelto algunos cientos de homicidios de
diferentes causas. Incluyendo estos malditos crímenes entre

personas de estilo de vida alternativo.
Las víctimas son siempre las que más les enseñan a los
investigadores el perfil del criminal, y el señor Amador era el
andidato perfecto para este tipo de homicidio.
El matador ya está detenido y confeso.
Es un monstruo llamado Jack Brandon Laurenz de cuarenta y seis
años, que dominaba con una fuerza similar a la de tres personas
juntas a sus numerosos ultimados.
Los asesinos seriales cometen sus crímenes según un modelo
establecido, y nosotros conocíamos perfectamente el modus
operandi de este homicida.

Siempre sacrificó a homosexuales masculinos, por lo que se le
conoce en el ambiente como:
"el artista supremo de los crímenes de gays"
Este asesino serial de maricas también tiene el alias de "el pintor"
ya que dibujaba con aerosol en sus cuerpos alguna figura alusiva

a su condición.
Se lo conoce igualmente por el mote de "Marcos" porque muchas
veces utilizó un martillo para liquidar y descuartizar a sus víctimas.

Yo no acepté este final para mi historia. Excitado hice un escándalo
de los mil demonios. Como consecuencia terminé con mis huesos,
mi razón y mis ficciones en un pabellón de un Hospital Siquiátrico.
El ambiente es tan lúgubre que es imposible que un ser humano
pueda vivir en él sin perder la cordura.
Es un lugar extraño y extrañas son las palabras que se me
ocurren escribir en él para darle final a mi historia.

*******************************************************
Espero no echar raíces de manera permanente en este sitio.
Y cuando el semáforo se ponga verde podré relatarles cuentos
policiales coherentes.
En ellos el protagonista principal será el emblemático detective
Jean Dupré, quien nos mostrará su asombrosa intuición, así
como el desarrollo de métodos infalibles para resolver difíciles
casos delictivos.